La belleza es tan sutil que nos atrapa
por instantes para ver la apariencia física de algo o alguien dándonos un
fogonazo y cegándonos por completo. Lo mismo sucede con el amor, saltamos en
esa chispa el trampolín sin percatarnos de observar el objeto e indagar esa
belleza interna en esa chispa al plano sin darnos cuenta del objetivo e indagar esa
lindura interior que es la que nos transporta a la esencia de nuestro ser y nos
une al otro individuo en ese instante
que somos capaces de percibir ese resplandor que es su semilla interior. Hay
una ligera caricia al alma y se produce
un silencio eterno en un margen de tiempo mientras lo sientes y te percatas de
la grandeza del ser humano y su sensibilidad en la sintonía de los mismos en su
interior. Distingues que lo externo es
mera cáscara superflua condenada al abandono del tiempo en el proceso de la
existencia. La percepción de la grandeza reside cuando miras el eco del sonido que
desprende cada ser humano en la huella de su vida. Su melodía puede
ser la misma que la tuya, diferente o parecida pero es parte de esa partitura
condensada en todos los registros grabados en la misma. Cada instrumento
representa lo que nos diferencia y el amor es la partitura que tenemos en común
para que suene en armonía la orquesta. Algunos instrumentos se distraen con otros, terceros se empeñan en corregir los errores de la
melodía de los ajenos y pierden el tiempo al no escuchar la propia.
Incluso con los errores de los demás, se percibe la armonía cuando te dejas
llevar por el sentir porque la perfección de esa sinfonía no la debes
contemplar desde la rigidez. Al contrario, ser mero observador y disfrutar al
completo la grandiosidad de la misma.
Nada se establece perfecto y todo es
relativo desde la complejidad de dejarnos llevar por el sentir sin juzgar los
tiempos establecidos en los espacios determinados.
Irma Ariola Medina ©
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